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viernes, 14 de febrero de 2025

Anillos

Por su duración en el tiempo humano y por su naturaleza vegetal, árboles y libros comparten una virtud que deja marcas: la de reinventarse cada vez que su savia emerge de lo profundo.
Los árboles tienen un ritmo moroso, previsible, pero los libros dependen de unas manos curiosas, en mi caso, más inquietas por lo literario que por el pensamiento ordenado.
De todas las lecturas posibles, mis manos eligen algunos libros que me hacen leer aferrado a un estilo o marca de autoría, un recorrido que es más una búsqueda de los cambios sutiles que de una identidad previa a confirmar. Leer Cortázar, Rossi o Rushdie no encandila o ciega ningún ego: sólo quien escribe para cumplir un contrato o para regodearse en un único juego de palabras podría vestirse de etiqueta personal con las palabras comunes.
Terminar una de esas lecturas de autor es como recibir el sello de un anillo: volver a ver un índice o una solapa, perder la inocencia de la lectura andante, cerrarlo de raíz por unos días. Una lectura, un año vegetal.
Este ritual de marcado no se parece en nada al de leer en serie, un empaquetado, literatura uniforme de container. Ahí la figura geométrica es como la huella de los rayos ultravioleta sobre el ejemplar de vidriera, un efecto de sobreexposición. Lo mismo les pasa a esas plantas que crecen y crecen narcotizadas hasta que un calor las achicharra y ya es difícil que se recuperen en una temporada: así se genera una expectativa engañosa que la lectura no acompaña.
Quizás por eso, terminamos de leer aquellos libros de autor como si volviéramos de un viaje y nos recibiera abrazándonos, de a ratos, fuerte, hasta dibujar su propia huella, como un árbol nativo dibuja un anillo, un compañero de nuestra piel.

 



lunes, 27 de enero de 2025

Muda


Quien dice “mudada” dice “muda”. Cuando una biblioteca se mueve entera, como esta que me toca mudar, las piezas se desarman y se reacomodan hasta volver a decir algo. Por momentos parece que recuerdo su orden original, la sucesión de cientos de datos que es imposible de filmar o registrar en fotos. Pero finalmente ni el sumo cuidado ni la lista ordenada vuelven a poner en su lugar los libros de yoga y alimentación saludable, o la narrativa norteamericana del siglo XX junto con los manuales de Minke, o la espiga del maíz andino con el poema de Orozco.
Estrictamente, no hay algo que se pierda, se oculte o deje de hablar a su manera. Pero hasta que la nueva posición de la luz en los cantos o la relación entre mesa, piso, ventana no tomen dimensiones propias, la biblioteca parece muda.
No ignoro que hay bibliotecas cajoneadas, inundadas, bombardeadas que se “deben” mudar para resistir el odio ajeno. Recuerdo una que tardó mucho en volver a hablar después de una invasión de ratones de municipalidad. Todas ellas aprenden poco a poco una lengua distinta, llena de imágenes frescas, para mostrar una memoria ignorada a gentes nuevas o cambiadas.
Pero aunque el caso sea distinto, una biblioteca recién mudada como la mía, capaz necesite unos días puertas adentro para recuperarse, como los gatos en casa nueva. Así, aunque no suene como un hilo que se frota entre las hojas o un pincel que encola las piezas, el rasguido de los dedos entre las páginas de a poco volverá a erizar los estantes vencidos como una señal del aullido que vendrá.