Yo no tuve un amor temprano con el mar como tantes.
Mediterráneo y cercano a la idea de sierra, montaña o loma, y sólo mudando
tierra mientras el sueño de alguien más me acompañara, visité el mar en
ocasiones, afirmando mi no-afecto, mirándolo mal.
Ahora tuve que elegirlo, primero en algún tipo de sueño
donde el mar fuera un rastro, donde dejara alguna huella sin manifestarse
frontal. Lo soñé en acantilados donde olas como flechas dejaban espinas
clavadas, lo soñé en el sonido de las espumas de un lago.
Pero que el mar fuera un motivo para erizarme era cuestión
de encuentro con su llamado o de iniciación ritual. Pienso que de esa ceremonia
está hecho un viaje antes que de mapas o kilómetros: pienso que algún residuo
ancestral estará latiendo en arenas que no son de Vinaroz o Valencia, porque no
importa demasiado la genealogía literal, sino que los caminos son misteriosos
porque son caminos.
En ese vértigo del agua como nuevo afecto pude andar el
camino sin pedirle explicaciones, entregado a sentir mi piel como coraza o como
líquido salado y corriente, a sentir las temperaturas hermanadas del mar y mi
sangre en el mismo instante en que un impulso interno me hacía correr, nadar o
latir a un ritmo de vaivén entre mar y tierra, entre las aguas primeras del vientre
y el llanto breve de la soledad madura. En ese camino un amor como tantes se
inaugura.