Los árboles tienen un ritmo moroso, previsible, pero los libros dependen de unas manos curiosas, en mi caso, más inquietas por lo literario que por el pensamiento ordenado.
De todas las lecturas posibles, mis manos eligen algunos libros que me hacen leer aferrado a un estilo o marca de autoría, un recorrido que es más una búsqueda de los cambios sutiles que de una identidad previa a confirmar. Leer Cortázar, Rossi o Rushdie no encandila o ciega ningún ego: sólo quien escribe para cumplir un contrato o para regodearse en un único juego de palabras podría vestirse de etiqueta personal con las palabras comunes.
Terminar una de esas lecturas de autor es como recibir el sello de un anillo: volver a ver un índice o una solapa, perder la inocencia de la lectura andante, cerrarlo de raíz por unos días. Una lectura, un año vegetal.
Este ritual de marcado no se parece en nada al de leer en serie, un empaquetado, literatura uniforme de container. Ahí la figura geométrica es como la huella de los rayos ultravioleta sobre el ejemplar de vidriera, un efecto de sobreexposición. Lo mismo les pasa a esas plantas que crecen y crecen narcotizadas hasta que un calor las achicharra y ya es difícil que se recuperen en una temporada: así se genera una expectativa engañosa que la lectura no acompaña.
Quizás por eso, terminamos de leer aquellos libros de autor como si volviéramos de un viaje y nos recibiera abrazándonos, de a ratos, fuerte, hasta dibujar su propia huella, como un árbol nativo dibuja un anillo, un compañero de nuestra piel.