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viernes, 15 de enero de 2021

El cuerpo obrero. Comunidad

 


 

Pensaba que no estaba viviendo el tiempo, que la experiencia me separaba del lenguaje. Decía: “reunido acá estoy en la cresta que me aleja del corazón de la ola. Rompo corrientes al nacer, rompo medidas fijas. Pero el reflujo no me devuelve un orden, no me devuelve un ‘hacer’ verbalizable”. Sabía que donde no hay verbo la impresión se disuelve, el flaco adjetivo apenas sugiere lo que calla.

Sin embargo cada noche volvía entorno al fuego. Antes de acercarme lograba resistir la tentación que me convocaba a contarlo todo de una vez: no era un impulso ciego lo que me llamaba, un vómito. Tampoco era una puja de conciencia, un dilema irresuelto. Era simplemente una idea muerta que tironeaba, casi una fórmula o un mantra olvidado a medias. Los demás del círculo estarían por lo mismo, según balbuceábamos.

A mi turno los miraba escucharme y pensaba, tal vez me convencía: “si me diera leña o rosca mental con esos palos de más que cada uno apila acá cantaría mi epitafio. Soy un sobreviviente de las cuevas, pero no un viejo encuevado”. Sin embargo, al otro día enfilaba agachado para la loma, a pura autocompasión.

Hasta que un día llegó mensaje con la pregunta indirecta de Simone “¿para qué la acción?”, y la comunidad me confirmó sus respetos. Entonces afirmé los últimos palos. Terminaría un cerco a tono con la fortaleza de la piedra y con la calidez de la madera que reviste techo y paredes. Convencido en mi sesión constructiva abracé al árbol y me retiré en descenso, por la parte de atrás del nuevo refugio. “Mejor omitir anuncios”, pensé, con la voz pasiva del “hacer” verbal.

 

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